El reloj de plata maciza que descansa encima del aparador de caoba maciza, dió las doce de la noche. La luz de la luna se filtra a través de las cortinas, envolviendo la habitación en una suave penumbra, que permite distinguir el movimiento de las siluetas. En ese momento, ella comenzó a bajarse la cremallera del vestido, lentamente, muy lentamente, mientras su cuello y con él, su ondulada melena rubia, se movían al ritmo de Bell bottom blues. Era sin lugar a dudas, la medianoche más maravillosa, que jamás había vivido, en sus veinticinco años de existencia.
Tumbado sobre la enorme cam a redonda, rodeada de espejos en el techo, Luís sólo tenía ojos para el maravilloso espectáculo que le ofrecía aquella mujer y sobre todo, aquellas caderas que giraban a derecha e izquierda. Ora trazando círculos amplios, ora más y más estrechos. Cuando el vestido se deslizo sobre su cuerpo, y quedo extendido, sobre las baldosas de marmol del suelo, tal cual los pétalos de una flor, dejando al descubierto aquel body transparente, que apenas si era capaz de cubrir su cuerpo, pensó que se iba a morir.
No lo podía creer, delante de él tenía a Diana Vargas, quizás una de las actrices más bellas y deseadas del planeta. La mujer, cuyos posters y fantasías, presidían las habitaciones de millones de hombres y adolescentes de todo el mundo; se estaba desnudando frente a él. Y vaya manera de desnudarse. Cuando hacía ahora un mes, que había sido elegido para el concurso ‘Pase una noche con un famoso’, no se le había pasado por la cabeza, que las atenciones que Diana Vargas pudiera prestar a un humilde camarero como él, llegaran a ser tan íntimas y personales. Aquella era sin lugar a dudas, la mejor noche de toda su vida; su pequeño trozo de paraíso, que le iba a ayudar a soportar el resto de su triste y monótona existencia; los millones de platos y de cañas, que tendría que servir y recoger. Por primera, y seguramente única vez en su vida, iba a saber lo que era sentirse como dios. Y eso, ya era mucho más de lo que podía decir la inmensa mayoría de la gente. Toda su vida se reducía a disfrutar de aquella noche. Después de eso, ya podía morir tranquilo.
A primera hora de la tarde, le había recogido una limousine y lo habían llevado a una sesión completa de baño-sauna-masaje-pedicura-peluquería-belleza, en un carísimo balneario, de las afueras de la ciudad. Allí pasó toda la tarde. Cuando salió al vestíbulo del hotel, impecablemente vestido con un smoking negro y un abrigo de paño largo, la limousina ya lo estaba esperando. De inmediato lo trasladó al restaurante, donde la estrella se hizo esperar más de una hora. El cuarteto de cuerda que interpretaba a Bach, los tres cócteles que le sirvió el maitre, coloridos, deliciosos, frescos y que entraban tan bien y los cinco cigarrillos que se fumó, resultaron el preludio ideal a la entrada estelar de Diana Vargas. Atravesó el comedor, consciente no sólo de ser el centro de atención; sinó también, de que no podía ser de otra manera. Sonrió a derecha e izquierda y se sentó en la mesa, la que estaba al borde de la terraza, si, justo la misma en la que se encontraba él. Le saludó, como si lo conociese de toda la vida y empezó a hablar de la misma manera. Había algo en su presencia, que te hacía ser consciente de su superioridad; de que no había batalla posible, porque estabas derrotado de antemano. Antes de que sirvieran el primer plato, ya había caído rendido a sus piés. El resto de la cena, no fué más que la confirmación, de que lo que tenía enfrente, no era una mujer, era una diosa de otro mundo.
Cuando al terminar la cena, Diana propuso tomar una copa en su casa, para evitar las molestías de la fama, y aunque el programa había reservado localidades, para los principales espectáculos y el se moría por un ver un musical, que sabía que nunca más podría ver, supo que diría que sí. Es más, si aquella mujer le hubiera propuesto descender al centro de la tierra, para colocar una bomaba nuclear, que exterminase a toda la humanidad, también le habría dicho que si.
Mientras permanecía recostado contra los almohadones del cabecero de la cama, vió como cinco metros más allá, Diana dejaba resbalar su body, convulsionando su cuerpo, como en un ataque epiléptico. ¡Diós. Era perfecta¡ Después, se metió entre las sábanas y comenzó a besarle, suave y dulcemente al principio; acelerando, incluso clavándole los dientes, después. Besó cada centimetro de su piel, con un amor y una pasión, como nadie lo había hecho antes. Al principio se limitó a quedarse parado, dando gracias a Diós, por haber creado aquella maravilla. Poco a poco fué ganando la confianza suficiente, como para empezar a responder a sus caricias; deslizando sus dedos y su lengua, por aquella piel, suave como la seda y deteniéndose muy especialmente, en aquellos pezones oscuros y duros como el acero.
El reloj dió tres campanadas, luego cuatro y después ya no sabría decir. Clapton había dejado de tocar hacía mucho tiempo. Pero eso ya no le importaba a nadie. Lo único que importaba eran aquellas cuatro manos y esas dos lenguas, que se movían sin parar. Dos cuerpos bañados en sudor, intentando prolongar indefinidamente, un tiempo que se les escapaba, entre la punta de los dedos.
—¡Diana, Diana!—gritó al borde del colapso.
La puerta de la habitación se abre de golpe. La imagen de Diana se desvanece; al principio de forma tenue, después por completo. El encanto del sueño se rompe y comienza a ser consciente, de que su madre está levantando la persiana.
—Vamos Luíisito. Despierta… Arriba, perezoso… Ya son más de las diez… Si no te espabilas, volverás a llegar tarde al bar. Y ya sabes, que eso no le hace ninguna gracia a tu tío… Vamos, ¡arriba chaval¡.
¡Ah, por cierto! Hace un rato ha venido el cartero, con una carta para ti. Seguro que no te imaginas lo que es….. ¿A que no?… No, no es una multa.. ¡Una invitación para el concurso ese de la tele!…¡Te vas a la tele, Luisito! …¿Como es que se llama?… ¡Ah, si¡ ‘Pase una noche con un famoso’.