La imagen icónica de Galicia fuera de sus fronteras está unida a su gastronomía, la lluvia y a la conexión de sus gentes con la pesca, la agricultura y la ganadería. Grandes rasgos, pinceladas gruesas, que en las distancias cortas descubren una realidad infinitamente más rica y variada.
Mi amigo Rubén, que vive en Murcia, me reconocía esta misma semana que venir a Galicia, conocer a sus gentes, escuchar sus acentos, adentrarse en sus pueblos y descubrir sus paisajes ha supuesto una enorme y grata sorpresa. No esperaba que parar en cualquiera de sus pueblos, cualquiera, supusiera descubrir un río o un bosque, un casco histórico con madera y piedra como materiales predominantes o espacios peatonales que inviten a salir fuera, caminar, relajarse y vivir con el verde siempre presente. Qué alegría ver tanta frondosidad.
Y es que, mientras nosotros nos quejamos de las nubes y las temperaturas suaves, Rubén se emocionaba contando cómo había tenido que recurrir a una chaqueta por las noches. Aquí se vive muy bien, me decía, mientras pinchaba un trozo de pulpo a feira y señalaba a la empanada de mejillones que estaba en la mesa y que contribuían a su emoción.
Con respecto a la imagen externa, yo le decía que esa esencia se mantiene arraigada hoy en día, y que a pesar de tener grandes ciudades, con industrias florecientes, la Galicia rural sigue conectando a sus gentes a través de generaciones. Es una bonita forma de no olvidar los orígenes, mantener las costumbres y defender la identidad.
La lluvia, en Santiago, es arte. El acento como tal no existe, porque cada territorio tiene el suyo particular y sus propias expresiones. “Eso sí, cuando dos gallegos hablan siempre me va a parecer que están cantando” –me decía–,” y eso es precioso”.
Y respecto a la conexión con la Galicia rural, le hablaba yo del concepto de tener una casa con finca haciendo un símil con el apartamento en la playa de su Murcia natal. Pero claro, la finca no es sólo de ocio y tiempo libre. Aquí la finca se disfruta y se trabaja.
Le hablaba del amigo Luis, con su finca en Bugarín, como ejemplo palpable de ello. La finca la disfrutan la familia, hijos/as, nietos/as y amigos como lugar de encuentro y celebraciones, refugio en los días de calor y salón de tertulias en la sobremesa. Luis también la disfruta, claro, pero de otra manera.
Dando un paseo por ella, te das cuenta de que conoce la edad, el nombre y la variedad de todas y cada unas de las vides que hay plantadas. Sabe si los tomates y los calabacines que tiene en aquella esquina van a ir para arriba o no, y porqué, y hasta cuándo se podrán recoger los pepinos y varias lechugas enormes que tiene plantadas en la parte de abajo. “Y por allá tengo acelgas, y me nace alguna espinaca…”. Pero es que también tiene gallinas de varias especies criadas, como él dice, al aire libre.
Mantener todo eso debe dar mucho trabajo, pero a tenor del brillo de sus ojos explicando los pormenores de la cosecha, es trabajo agradecido. Yo le decía Rubén que es imposible salir de allí sin una generosa selección de productos ecológicos, verduras y hortalizas de temporada, alguna botella de vino y huevos recién puestos. Y como él dice, “si os esperáis un poco, hacemos una tortilla, pero con huevos de casa y perejil de aquí delante, que ya te digo que no vas a probar otra igual”.
Galicia está llena de Luises que trabajan las pequeñas fincas, que hacen de ellas centros de reunión familiar y conocimiento popular y que mantienen tradiciones y costumbres y aseguran que las nuevas generaciones sepan que las cosas se consiguen con trabajo, y que si una tormenta te estropea los tomates, lo que hay que hacer es volver a plantar, no rendirse.
Esta imagen de gente sencilla, generosa y cercana, trabajadora y tenaz, es la que se lleva consigo al sureste español mi amigo Rubén. No veo ningún otro producto que pueda generar más y mejor publicidad para Galicia que la esencia natural de sus gentes, embajadores anónimos del Xacobeo 21-22.
Y en Septiembre, si quiere, que se venga a la vendimia, que hueco tendrá.